martes, 18 de noviembre de 2008

Joaquín

–¡Aggg! ¡Otra vez ese vago! Todos los días, a toda hora, siempre pidiendo monedas, sentado y observando a la gente, estirando la mano para pedir monedas!
– Si, te podría decir que sí, que siempre pide monedas, pero estás errado. Ese tipo lo único que le interesa es la hora. No es un vago común, tiene su historia, no todos los vagos sen desempleados, no todos sufren por flaqueza de laburar.
– ¡Ah no! ¿y qué hace allí todos los días? Está las 24 horas que paso, ¿cuándo labura?
–Mejor te cuento la historia de Joaquín.



Se conocían desde hace un tiempo, una persona en común los presentó un par de años atrás, y entre cruces de calles en San Martín se fueron conociendo cada vez más.
Ninguno de los dos recordó jamás la fecha del primer encuentro, pero de común acuerdo eligieron el 4 de marzo, así alude ese día, todos los cuatro de marzo se encontraban en el cruce de Pueyrredon y Salguero. En esa esquina los esperaba un edificio recién estrenado, que después dejó de serlo y que les servía de sombrilla o de paraguas de acuerdo como se portaba el verano.
Además de los cuatro de marzo no tenían día en que se vieran, no se llamaban por teléfono, no se escribían cartas, ni mucho menos tomaban café juntos. Durante el año sólo se cruzaban por alguna calle comercial o en la parroquia donde él participaba en uno de los grupos que se juntaban allí y donde daba la casualidad, ella iba a rezar, de cuando en cuando, durante el año siempre encuentros esporádicos, holas y chau al pasar, besos a los apurones y además saludos de paso.
Para que la situación quede clara (porque parece extraño) ellos no se veían casi nunca, sólo por casualidad pero hace un par de años se toman para ellos una hora en esa esquina del barrio.
Esto era la tercera vez que lo hacían entre las cinco y las seis, como había quedado el año anterior.
Era algo especial; esperar todo un año para hablar rápido y sin pausa por más o menos una hora, por esa hora que era la tan esperada durante 365 días.
Era extraño verlos juntarse, se saludaban como si no hubiesen programado nada.
Desde hacia unos días a Joaquín se le había ocurrido la idea de cambiar la rutina, de romper el protocolo imaginario que habían creado para ellos. Tenía pensado invitarle a tomar un café.
La idea se le ocurrió cuando se canso de esas “charlas de esquina”, él quería saber algo más de la vida de Isabel, quería saber que hacía, pero con lujo de detalles, dejar las charlas pasajeras de los cuatro de Marzo, quizás para el próximo año.
El programa se basaba en algo claro y concreto, llegaría a las cinco menos cinco, para no perder un minuto, si todo salía bien sería la primera vez que su cita con Isabel duraría más de una hora.
Joaquín no pretendía mucho, aunque sea, esta vez estaba dispuesto a romper con el trato implícito que se había formulado con Isabel.
Esa noche Joaquín no pudo dormir, pensaba una y otra vez las diferentes maneras de pedirle que lo acompañara hasta el bar de San Martín y Belgrano. Lo primero que se le cruzó por la cabeza fue “el arrebato”, esperar parado contra la ochava hasta verla venir y sin siquiera saludarla, tomarla del brazo y llevarla, casi, casi, arrastrarla por las calles hasta llegar al café, une vez ahí sentarla y pedir un capuchino a la italiana para tomar, uno para cada uno, el problema se presentaba si no le gustaba el capuchino, Joaquín pensaba que ella podía resistir el arrastre hasta “El Urbión”, pero por nada del mundo podía soportar que le eligieran la bebida, así que hizo un pequeño cambio a su plan, el iba a dejar que ella eligiese lo que quería tomar.
La noche se pasó tranquila para el mundo, y Joaquín la vio pasar porque no pudo pegar un ojo. A la mañana apagó el despertador antes que sonara, las luches de ese cuatro de marzo comenzaban a ser cada vez más largas.
Durante todo el día, no paro de pensar en Isabel.
A eso de las cuatro y cuarto pidió permiso para salir, argumentando unos trámites personales, y a decir verdad no era del todo mentira. Con zancadas largas llegó a la parada del 87 y sin más demora llegó al lugar del encuentro.
Ya no había vuelta atrás, el plan estaba en marcha y seguirá al pie de la letras todos los pasos.
Tal cual lo había pensado, llegó a las cinco menos cinco y con un pie apoyado en la pared se quedo en la ochava esperando.
Habían pasado cinco minutos desde que el llegara y se dio cuenta que así apoyado en la pared no veía las dos calles por las que podía venir Isabel, sin más que pensar en poder tener una panorámica de las calles, el pasó sobre la acera casi pegado al cordón, ahora con un simple giro del cuerpo podía ver todo y no perder detalle.
Miró para cada lado buscando la figura de Isabel, la espera le ponía más ansioso a cada minuto, por un momento pensó en dejar todo como estaba, el miedo del rechazo le provocaba pánico, un pánico que sentía como cosquillas en la panza, pero una y otra vez tomaba aire y se daba fuerzas para seguir con su plan, no podía fallar, el plan no era tan malo e Isabel tampoco, no iba a rechazar la idea.
Ya no debía faltar mucho, Isabel solía ser puntual, sobre todo cuando la hora para el encuentro no era precisa –Este pánico me está matando– se repetía a cada momento.
El tiempo pasaba y el miedo y el pánico crecían.
– Las cinco y cuarto y ella no llega, quizá hubo algún problema.– Pensó Joaquín.
Las cinco y media, las seis menos siete, las seis... y Joaquín esperando.
Las fuerzas que se dio y todo lo demás lo hicieron seguir esperando, ya no importaba el tiempo, el esperaría de ser necesario.
Las ocho de la noche, calurosa como el año anterior, y él esperando, ahora sentado en el cordón, sentado y esperando vio pasarlo todo, los encuentros anteriores, los cuatro de marzo, las ideas de este encuentro, la vida.
Joaquín vio pasar la vida... Sentado y esperando en el cordón de la vereda.